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martes, 10 de enero de 2012

¿Hace falta tener hijos?

Yerma

Por Mariana Enríquez

No, no y no. No es necesario. No hace falta. No insistan. Así es la postura de la autora de Los peligros de fumar en la cama. Razones epxlicadas en los más mínimos detalles en la siguiente nota.

Mejor no. Eso fue lo primero que pensé cuando recibí la invitación, ¿querés escribir sobre si es necesario tener hijos? Mejor no, porque estoy agotada del malhumor que me causa el tema de la maternidad y de los niños en general. Pero después tuve un ataque de furia, durante la semana en que se discutió en Diputados la despenalización del aborto. Escuché tantas veces “ninguna mujer quiere abortar”, “para cualquier mujer es algo muy doloroso”, “para toda mujer es un trauma” que terminé pateando paredes, mostrando los dientes, pidiendo disculpas, diciéndole a la gente que estaba en un momento de la vida absolutamente exterminador y rabioso.

Conozco muchas mujeres que están en paz con su decisión de abortar y de ninguna manera quedaron traumatizadas.

Conozco mujeres que vivieron un duelo breve y después continuaron con sus vidas y tuvieron una maternidad responsable y feliz.

Es mentira que ninguna mujer quiere abortar: yo quise hacerlo, esa semana en que creí estar embarazada: realmente, no quería hacer otra cosa más que abortar.

Sucede que algo me está enojando hasta el punto de la saña: no puedo soportar más la idea de que tener un hijo sea lo más importante en la vida de una mujer, esta idea de madre santa, de virgen madre, de milagrosa, de dadora de vida, de vientre sagrado, de madrecita, mujer realizada, mujer acabada, de incubadora y hornillo. Estas imágenes de mujeres acariciándose la panza, la piel estirada, el ombligo dado vuelta, acarician y miran la tripa con sonrisa llena de gracia. Estas imágenes de ecografía 3D que muchos enmarcan. Esta manía reproductora mientras el mundo se muere.

No recuerdo un segundo de mi vida donde haya sentido el deseo de tener hijos. Muchas mujeres a quienes les pasa lo mismo que a mí –muchas mujeres que, como yo, no quieren ser madres– dicen que, cuando eran pequeñas, ni siquiera jugaban con muñecas. Yo sí, jugaba con muñecas –con peladitos de Yoly Bell– y no los destripaba ni descabezaba, jugaba a que eran mis hijos, los ponía a dormir en la que fuera mi cuna, actuaba toda la fantasía de la casa y la familia. Pero no recuerdo haber querido que ese juego se volviera real, como no quería estar en una batalla medieval de las que jugaba con mis playmobil de dragones y guerreros. Supongo que ellas dicen la verdad, que nunca jugaron a la mamá. Si lo cuentan como primer dato, como primera evidencia, es porque deben haber sentido como un torniquete la presión de ser señaladas como niñas raras a quienes disgustan los bebés.

Eso sí lo entiendo: en toda mi vida, debo haber cargado en brazos tres o cuatro bebés muy pequeños, no más. Les tengo miedo. O, mejor dicho, tengo miedo de que se desnuquen cuando la cabeza se les va para todos lados, tengo miedo de que se me caigan y matarlos, tengo miedo de que lloren y no saber qué hacer. A ellos también les disgusta estar en mis brazos: los cargo con tanta dificultad y rechazo que se incomodan y acaban a los gritos. El alivio que siento cuando puedo devolver la criatura es gratísimo. Yo no puedo pensar en un hijo propio cuando cargar uno ajeno me pone los pelos de punta, me inquieta hasta tensarme los músculos.

Pronto voy a cumplir cuarenta y hace poco hice examen de conciencia, a ver si algo ha cambiado, a ver si existe el instinto materno y el reloj biológico pero yo no siento nada, yo sigo seca, la idea de quedar embarazada me parece pesadillesca. Sé que a mis padres les hubiera gustado tener un nieto: mi madre ha llegado a decirme “parilo y te lo cuido yo”. Lo siento mucho por ellos sinceramente. Deberían haber tenido más hijos para prevenir. No quiero engordar. No quiero pasar meses sin dormir. No quiero que me tajeen la vagina con una episiotomía. No quiero conocer el dolor del parto. No quiero tener algo que dependa de mí. No quiero una responsabilidad de por vida. No quiero conocer ese amor: conozco muchos otros, muy profundos, muy hermosos; ya estoy lista de amor. No sé a qué edad empieza a caminar un ser humano. No sé cuándo comienza a hablar. No sé cuándo deja de mamar y empieza a comer. No me interesan estos datos: la evolución del infante me resulta un tema aburridísimo. No me gusta lo que les pasa a las mujeres cuando son madres. De la mayoría, no de todas, pero de muchas, me alejo. Me niegan como interlocutora porque “no tengo” y, en consecuencia, ya no sé nada de la vida. Hablan con sobreentendidos que incluyen un curioso uso del posesivo donde siempre “la mía”, “el mío”, “los tuyos” son los hijos, y nunca los perros o las motos. No se dan cuenta pero no hablan de otra cosa. El hijo las obsesiona por completo y no entienden que es aburrido escucharlas hablar de las banalidades del pequeño de la misma forma que es insoportable ver fotos de un viaje ajeno. Y cuánto dinero se gasta en el hijo, en la ropa colegio fiesta juguete clases danza fútbol. No quiero dejar de leer porque el niño llora. No quiero enseñarle nada a nadie. Suelen decir que tener un hijo cambia la vida. Pues bien: yo no quiero que me cambie la vida. Me gusta tal como es y quiero que mejore. Ninguna de las mejoras que imagino incluye un hijo.

Y qué invisibles somos las mujeres sin hijos. Miren a su alrededor: encontrarán muchísimas. Yo cuento cuatro entre mis amigas más cercanas y no es que nos hayamos puesto de acuerdo, y estoy segura de que las horrorizaría un poco conocer la profundidad de mi rechazo a la maternidad. Ninguna está particularmente angustiada por su falta de hijos. Pero no hablan, nadie quiere escucharlas, son como suicidas –cierta vez alguien me dijo que eso era exactamente no querer concebir: era quitarse la vida. No fue mi único encuentro con alguien que me desconfiaba por antimadre. Cierta vez cometí el error de decir que no quería tener hijos frente una mujer que iba por su tercer tratamiento de fecundación asistida. No lo mencioné para provocarla: no sabía lo que ella deseaba y contesté a la pregunta de alguien más, en una fiesta. Hace rato que no me refiero alegre y casualmente a mi falta de hijos porque cuando no soy maltratada soy despreciada y a veces temo ser linchada. Ella me miró con odio voraz, con una envidia cabal: quería mi útero mis tripas mis trompas mis ovarios mi funcionamiento. Alguien me llevó a otra habitación: desde allí escuché que ella lloraba y era consolada mientras yo pasaba, segura y definitivamente, a ser peor que una mala persona (eso ya lo era por no ser madre): ahora era una persona gratuitamente cruel, como una ahogadora de gatitos. Encima no me compadecí: qué mujer más absurda y victimizada, pensé, pero no lo dije. Sólo pregunté, a la única persona que no me miraba con indignación, por qué, si sufría tanto, no adoptaba. Me salió con que adoptar en Argentina tarda muchísimo pero el centro de su argumento era, claro, que la mujer quería ser madre con sus entrañas propias. Que no es lo mismo. Que yo era incapaz de entenderlo (@porque no tenía alma@ quiso decir, pero calló). ¿Qué los lastima tanto de mi decisión? ¿Acaso el mundo no tiene siete mil millones de personas? ¿No les alcanza esa cifra y quieren que yo sume mi granito al apocalipsis alimentario de los próximos cincuenta años?

Recuerdo con más afecto a mi amigo Albertico, bello maricón que, ya pasados los cincuenta, acariciaba su vientre prominente, se balanceaba en su silla mecedora y se lamentaba, “ay, si esto en vez de gordura fuera un niño. ¡Y vos que podrías ser madre no querés!”. La envidia, el sentimiento, se repite. ¡Yo les donaría mis órganos reproductores si pudiera! ¿Por qué no sos madre sustituta? me preguntaron una vez. En serio: ¿qué parte de no quiero estar embarazada nunca no queda clara? No quiero tener esa experiencia física. No quiero el dolor ni los cambios hormonales ni la presión alta ni la diabetes gestacional ni la espalda agobiada ni las náuseas ni las piernas hinchadas ni las embarazadas se ponen más lindas ni si hacés gimnasia el cuerpo queda igual ni las estrías ni los pezones marrones ni la cicatriz de cesárea ni el parto en el agua. Nada, no lo quiero. No me gusta, me lo pierdo.

El desperdicio, esa idea se repite. Que me estoy echando a perder y me voy a arrepentir. Ese es el triunfo de los demás: mi arrepentimiento. Quieren verme a los cincuenta, desesperada, llorando, sola, con un gato como única compañía, lamentando mi arrogancia. Gimiendo por no haber aprovechado la maravilla creadora de mi cuerpo. No sucederá. No me verán así. La maternidad está llena del terror de la naturaleza. Un milagro también puede ser horrible. Como la resurrección de un muerto, por ejemplo, como el milagro de Lázaro andando, podrida su carne, Lázaro tambaleante bajo el sol.

No es necesario tener hijos. Solamente recuerdo que la maternidad existe porque mucha gente se encarga de recordármelo cuando debo dejarle el asiento a una embarazada en el colectivo o cuando me preguntan para cuándo para cuándo para cuándo. La vida yerma no es una desgracia: es un desierto fabuloso que no se comparte, un lugar de atardeceres violetas y vientos calientes, solitario y libre.

Publicada en La mujer de mi vida

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